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"Las baladas del dulce Jim" de Ana María Moix devueltas a la actualidad 01/02/2011Publicado en Revista Digital Ojosdepapel



Todos los hermanos Moix eran cinéfilos irredentos. “Todos los hermanos eran valientes”, y uno de ellos murió. Ramón, quien más tarde sería ya Terenci del Nil hasta sus últimos días y Miguel, que debió a esa temprana visita de la muerte la tierna dedicatoria de su hermana y cómplice Ana María en la portadilla de sus primeros poemas publicados, Las baladas del dulce Jim —aparecidas en 1969 y devueltas hoy a primer plano gracias a la sagacidad de Manuel Rico Rego, director de la colección de poesía “Lecturas 21” de Bartleby (1), unida a la valentía de su editor Pepo Paz.

Probablemente, en aquellos tempranos sesenta disfrutarían de estar juntos en cualquier Cine Club para beberse en versión original obligada, y comiendo pipas compulsivamente —los dos varones abrigando con sus recientes adolescencias apasionadas a la hermana de 12 años que ya empezaba a escribir—, la gran película de Truffaut estrenada por entonces, Jules et Jim, que responde en numerosos aspectos a la historia que transparenta el libro que comentamos. Esas baladas intimistas, algo canallas, desafiantes, que oscilan entre el asombro y la temprana desolación ante el panorama que ofrece la insospechada vida de los adultos, tienen como protagonista a un trío amoroso surgido entre tres hermanos, el Dulce Jim que sería Miguel, Johnny-Ramón que aún no había estallado en el singular Terenci, y la poeta Nancy Flor, la autora enamorada.

Como apunta la también poeta Pilar Adón, “lectora” confesa de Ana-Flor en el postfacio que cierra la reedición de Bartleby, “llegará la perversión de unas imágenes que, inicialmente parecían inviolables, y la confirmación de un Eros que se anuncia de puntillas —Eran hermanos los dos adoradores de Nancy Flor./ Por la calle caminaban/ los tres en silencio,/ mas el amor no calla, traidor. Y Jim lo supo. Daban las doce en el cuco. —y que, página a página, se irá asentando hasta hacerse dueño de cada palabra: En cualquier caso, será con un guiño de perversidad consciente como esa ingenuidad se eche a perder”.

Si muere Jim, ¿llorarás tú? Va preguntando a las mujeres,
arrabaleras, niñeras, quinceañeras. Parte su barco rojo por
dentro, antes de oír el sí o el no. Ya las respuestas no le
interesan. Ya nunca baila en Broadway Nancy Flor.


Es Dulce Jim un alma en pena,
mi gran amor,
es un farsante,
un caminante,
un peripuesto hablador,
un traficante de corazones,
un triste amante de Nancy Flor.


Y tiene un perro que ladra fuerte cuando regresa de
madrugada al barco que fue de Johnny y de su amor.


Perversidad con rimbaldianos ecos, con toda seguridad embebidos en los poemas del autor del Bateau Ivre, el “poeta adolescente” por excelencia que debió nutrir las primeras lecturas y sueños de los tres. La barquichuela de Nancy Flor bajaba pues ebria por los rápidos del río en que los pieles rojas asaetean a los cow-boy que responden con el fuego graneado de sus colt 45; bajaba por la nostalgia de las salas de cine y por los ecos de rock’roll que ya sonaba en las radiogramolas de las casas y los bares —Foin des bocks et de la limonade!—. Navegaba con sus tres tripulantes entre las películas y canciones que escribían con luz y música en su cabeza de poeta la trágica historia de unas colegialas por las que Adamo guarda silencio en el Olimpia y las monjas del Sagrado Corazón cubren el cuerpo mutilado con flores de azahar; donde los gángsteres se matan unos a otros y Rossy Brown canta jazz desmayándose entre el humo del garito en que Bécquer y Che Guevara se besan apasionadamente, al tiempo que la propia Nancy Flor descubre la ausencia de Dios en el escaparate de una pastelería: Le reconocí, era Dios y estuve a punto de decírselo: Te ves más viejo desde la última vez. Pero me pareció tan triste que hice como si no le reconociera.

En cualquier caso, para valorar en su justa medida lo que representó este libro en su aparición un año después del mítico ’68 con todas sus distintas leyendas intactas, resulta imprescindible la lectura —más que las opiniones de este viejo poeta— del texto preliminar que el gran Manuel Vázquez Montalbán colocó en el dintel de los poemas de Ana María Moix en el que reconoce precisamente que, ya que “Cine y canción se han alimentado de literatura, hora es ya de que la literatura se alimente de cine y canción. Los programadores del divorcio entre cultura de élite y cultura de masas morirán bajo el peso de la masificación de la cultura de élite. Y yo me alegraré muchísimo. Pocas cosas me han alegrado tanto últimamente como este libro (…) que es un ejercicio de libertad imaginativa y cultural”. Y ya proféticamente, como el buen periodista con olfato que siempre fue Manolo Vázquez, también afirma que “el nombre de esta muchacha (curiosa mezcla de realeza británica, galleta Artiach y viejo apellido del no menos viejo —¿vive?—comunista catalán) penetrará en las constelaciones recónditas precipitadamente destinadas a cementerio de cosmonautas que erraron el vuelo.” Yo hubiese añadido por mi parte, pero quizás no era el momento más oportuno para él —ya que “algunos escritores van a la cárcel”, como recuerda al final de su prólogo—, que en el cuenco de sus manos, Ana María recolecta retazos poéticos de lo que hoy llamaríamos prosaicamente “memoria histórica” en forma de paletadas de tierra sobre su espalda, y que el sagaz lector podrá encontrar en más ejemplos si decide sumergirse lentamente en las páginas de sus “baladas”.

Hora sería ya de mencionar la tan redicha generación de la “Gauche Divine” —fustigada por la izquierda real como “La Gauche qui Rit”— en la que incluso mi amigo y compañero Vázquez Montalbán estuvo a punto de confundir en ella su vuelo de astronauta bien orientado en la voluntad de unir cultura de masas con la de élites, al verse inmerso en la pompa de jabón que insufló el crítico Castellet titulándola Nueve novísimos poetas españoles. En aquella antología flotaban juntos —de todo, como en botica—, comunistas auténticos conviviendo con niñatos esnobs, mas algún buen par de poetas verdaderos confundidos con algún traductor preciosista, un catalanista de ida y vuelta malogrado que aterrizó no hace mucho, ya envejecido, en una rapsodia inconclusa en lengua castellana; y todos ellos uncidos al vástago, forzada y forzosamente malditista de un poeta fascista… con el añadido final de una mujer como adorno y guinda de la tarta, como estuvo mandado desde siempre por los cánones patriarcales. También en Cataluña.

La pompa de jabón se desinfló pronto, aunque no sin causar estragos en epígonos e imitadores que se apresuraron a navegar en góndola por los canales venecianos prolongando sus efectos durante décadas. Sin embargo, no hace siquiera un par de meses, su propio autor se encargó de volatilizarla para siempre con una autocrítica quizás sincera pero tardía, reconociendo que aquello fue un error, al tiempo que recibía complacido el Premio Nacional de las Letras. Y sí que fue mayúsculo su error, aunque muy rentable para él y sus amigos; no sólo por la ausencia de aquellos contemporáneos que resaltaban aún más la mediocridad manifiesta de algunos de los ofrecidos como ejemplo a imitar, sino porque en plena dictadura, dentro del modelo de probidad editorial e intelectual en todos sus aspectos que proponía la Barcelona de los 60-70, a la que nadie regateó jamás su mérito (sin olvidar la resistencia de editores precedentes como Josep Janés, Barral o José Batlló), se marginaba con ello a quienes escondidos y represaliados continuaban por medio de la poesía la guerra de guerrillas por la libertad ya fracasada en cancillerías, sierras y trochas.

Mas entrar en ello en profundidad haría precisa, resultando tediosa para el lector pues no es este su lugar, la relación de todos aquellos poetas jóvenes que junto a sus mayores luchaban por restituir a España su legado destruido o refugiados en el exilio, sino también por hallar los nuevos modos de expresión que correspondían al momento artístico vivido en todos los contextos occidentales. En el que nos referimos concretamente, repito, por encima de la mayoría de los modelos “preciosistas” de la tan mentada Antología que a tantos historiadores de la cultura ha despistado, como ya anunciara con anticipación Vázquez Montalbán —que nunca se sintió un “novísimo” pues en realidad, nacido en el 39 como Martínez Sarrión, se consideraba “viejísimo” y ausente del espíritu inspirador del invento—, acaso fuera la poeta Ana María Moix, dejando a parte al enorme Guillermo Carnero, quien ofrecía con su único libro publicado el ejemplo más nuevo, y sobre todo auténtico —“una obra espontánea, vanguardista e inclasificable”, en comentario de Pilar Adón—, de un posible camino poético hacia la renovación que aguardaban los lectores españoles de poesía, pero que también se daba en toda su plenitud en aquellos mismos momentos en algún que otro lugar recóndito de Castilla, León, Valencia, Galicia o Andalucía.

Lástima ha sido que aquella “criatura literaria total” (Adón), poeta, narradora y gran traductora, abandonase tempranamente la escritura poética con sólo tres libros publicados, aparte del que comentamos: Call me Stone (1969), No time for flowers (4) (1971) y la recopilación A imagen y semejanza (1983). Perdida como Rimbaud para la poesía, aunque su Harar no debió ser aquel Boccaccio exquisito muy a pesar de su pertenencia generacional a la “Gauche Divine” ávida de legitimidad, ni su destino un comercio indigno unido a la codiciosa acumulación de oro. Merecerá la pena en alto grado a los amantes de la literatura, seguir su extraordinaria trayectoria como narradora y traductora, aunque personalmente deba confesar que abandoné hace años la lectura de la prosa de ficción, salvo excepciones contadas, y que siento no disfrutar de una producción poética actual de Ana María Moix, que resultaría altamente gratificadora.

Quiero decir por último, que a pesar de no haber coincidido físicamente con Ana María Moix, nunca podré olvidar el fantasma que quedó grabado para siempre en mi mente a través de los relatos que me llegaron, en los que esta singular poeta, contemplada como una “pietá” contemporánea dibujada acaso por Paul Klee, se me aparece con la cabeza del poeta Gil de Biedma agonizante y remansada sobre su seno fraternal allá en las soledades de Ultramort, un 8 de enero de 1990. Como tampoco puedo dejar de pensar en estas líneas escritas para un dulce Jim que se le murió sin remedio muchos años antes:

Nevó en el mar. Y por fin caminé sobre el inmenso hielo
hacia la blanca lejanía. Una cruz señalaba el lugar en el
mapa. Crucé el océano y ya iba a alcanzar el sol cuando
grité de pena y con las uñas abrí hendiduras en la helada
capa para ver el mar. Las gaviotas, muertas de frío en las
rocas, me ayudaron a recobrar el miedo que sienten los
adolescentes cuando cesan en su llanto por las noches y
se inventan un amable desconocido que acariciándoles la
cabeza les ayuda a hablar sobre el amor.

¿Acaso el momento de la muerte no sería como un regreso instantáneo, momentáneo, a ese otro modo de estar vivo y muerto, ambiguo, terrible, indefinido e indeciso como es la adolescencia? ¿Ese momento preciso en que ya estamos a punto —mejor o peor dispuestos— de adolecer de todo y para siempre? Algún amable desconocido que no conozca esta obra sentirá un aldabonazo en el corazón al leer y escuchar al mismo tiempo el verso que cierra la primera parte del libro, antes de que se inicie la singular “novela” de capítulos de una a cinco líneas con la que se cierran las guardas de Las baladas del dulce Jim conseguido ya el propósito de ser plenamente “une autre”, además de única, siendo autora del primer libro que anunciaba una posible apertura vanguardista en la poesía española contemporánea: Y un solo de trompeta en la calle oscura al final del día. Porque, como susurra mas tarde en el Capítulo X: Todo esto sucederá siempre. Entonces, el amable desconocido sentirá el deseo irreprimible de acariciar la cabeza de Ana María Moix, al recordar con Antonio Machado que “hoy es siempre todavía”.

MIGUEL VEYRAT

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