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Entrevista a Andrea Jeftanovic 20/05/2011Publicado en Revista Koult



Andrea Jeftanovic (Chile, 1970) es una escritora de amplia sonrisa de quien no me puedo quejar. Ha publicado las novelas Escenario de guerra (Alfaguara, 2000; Baladí, 2010) y Geografía de la Lengua (Uqbar, 2007), así como el conjunto de entrevistas Conversaciones con Isidora Aguirre (Frontera Sur, 2009) y el libro Crónicas de oreja de vaca (Bartleby, 2011, en co-autoría con Giovanna Rivero y Juan Terranova). Sus relatos han integrado diversas compilaciones nacionales y extranjeras y han sido traducidos a distintos idiomas, lo que significa que, al menos en las bibliotecas y las mejores librerías, hay un poco de Andrea Jeftanovic para todos. Además de su labor literaria, esta oriunda de Santiago de Chile dedica gran parte de su tiempo a la enseñanza universitaria y a la de sus hijos, razón por la cual le damos 11 puntos en la escala del 1 al 10 y una placa recordatoria por “sus contribuciones a la Nación”. Andrea Jeftanovic, sépanlo todos, confía en el mañana. Y hoy, aunque corregir un ensayo sobre las utopías de José Vasconcelos resulte más apasionante que responder a este interrogatorio, Andrea, incondicional como siempre, ha preferido ponerse en una situación incómoda.

¿Qué puedes decirnos a favor de las rubias?
Bueno, las rubias siempre tenemos que luchar contra la imagen de la “rubia tarada”, como dice Luca Prodan en la canción del grupo argentino Sumo. Por lo tanto, cuando una rubia entra en los complejos espesores de las Ciencias o las Humanidades lo hace en serio, venciendo prejuicios, caras de desconfianza, algún gesto de desprecio intelectual, crítica a la falta de rupturismo y onda. Creo que tienen algo de ángeles malévolos, combinan ese aspecto dulce e inofensivo con una fuerte intuición del mal, advierten los malos usos que se le pueden dar a algunos hallazgos y son algo manipuladoras. Las rubias, en realidad, están educadas en la suspicacia, son ordenadas por fuera pero traviesas por dentro.

Eso de ser travieso es un don, la verdad; yo nunca lo desarrollé porque mi madre tenía un cuarto de torturas en casa y a mi hermano y a mí se nos hacía difícil. ¿Por casualidad tú también atormentas a tus hijos con instrumental quirúrgico?
No, para nada, soy una mezcla de laissez–faire y doctora Spock. Yo más bien les celebro las travesuras, tomo ideas de ellos para mi trabajo y los uso de ejemplo en clases. Disfruto mucho sus expresiones espontáneas y hasta desadecuadas, sus planes secretos como hermanos. Yo de niña fui muy tímida y por eso me encantan sus conversaciones desopilantes. Además, a mis chicos los he criado junto a dos perros labradores; ha sido tanta la socialización que un día me llamaron del colegio para decirme preocupados que se sentaban y se rascaban las orejas como perros. A mí no me pareció nada grave. Y como van a escuelas Montessori, son libres, autónomos, creativos y con sentido comunitario. A los niños hay que darles espacio, respetar su naturaleza, sacar los mejor de ellos y que se domestiquen solos. El peor tormento es quitarles la TV; ellos sí son niños de este tiempo, audiovisuales, de pantalla. Por mi parte sigo siendo traviesa, aunque lo hago de un modo que no se nota demasiado (varias veces al día me río sola).

Hace poco, mientras leía Crónicas de oreja de vaca (Bartleby, 2011), libro que acabas de publicar junto con la boliviana Giovanna Rivero y el argentino Juan Terranova y que relata sus experiencias durante un viaje a Alcalá de Henares (en el que también participó el mexicano Tryno Maldonado), me entretuve en un pasaje que narra cómo cada uno de ustedes “evocó su herejía”, según tus palabras, al marcar distancia de la literatura de Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Jaime Sáenz y Roberto Bolaño. Todo eso me parece muy simpático, ya que yo suelo marcar distancia del reggaetón, pero quería preguntarte si también le pidieron al público que no los confunda con un cuarteto de danza folklórica…
Esa era una frustración; nosotros queríamos que nos confundieran con una banda de rock, pero no, dale con la cosa folklórica y exotista. A Giovanna y a mí nos pedían tocar zampoña para dar a conocer los sonidos de la música andina, a Terra cantar tangos y a Tryno narcocorridos. En cierta forma éramos unos invitados insufribles, pésimos representantes de nuestros países, criticábamos todo lo nuestro y nos gustaban los escritores de los países vecinos. Todavía en España hay estereotipos de los latinoamericanos, se conocen los nombres y los hitos más obvios de nuestra cultura, como digo en mi crónica: “falta que nos descubran pero que esta vez nosotros los conquistemos”. Y claro, en esa conquista también teníamos que asesinar a ciertos referentes majaderamente reiterados. Antes pasaba políticamente, decías Chile y te respondían Pinochet. Ahora hablas de literatura chilena y te responden Bolaño. Mi herejía era acusar esa univocidad, el campo literario es más heterogéneo, hay varios autores y autoras interesantes. Lo bonito de la experiencia fue que la vivimos y la escribimos con mucha complicidad, destruyendo los prejuicios y solemnidades de cada uno. Haciéndonos herejías entre nosotros, de nuestras supuestas creencias y gustos, vivíamos terapia colectiva intensa. Nos cuestionábamos sin piedad y al mismo tiempo se armó un juego crítico sobre la identidad sudaca y nuestro lugar en España. Experiencias que fuimos registrando en nuestras crónicas en el Viejo Mundo (el reverso de Alvar Núñez Cabeza de Vaca), al tiempo que nos alimentábamos, por sugerencia de nuestros anfitriones, de orejas de cerdo.

Qué valentía la suya. Yo a los cerdos sólo los soporto en forma de salami o jamón serrano (y en algunas series animadas donde usan corbatín y parlotean con patos, gallinas y conejos). Ahora bien, creo que ha llegado la hora de que dejemos a los cerdos de lado y pasemos a un tema más íntimo. ¿Cómo te comportas si te alimentas después de la medianoche, Andrea? ¿Hay alguna transformación psicológica o corporal que quieras compartir con nosotros?
Mira, yo la verdad no me transformo, pero durante el día intento ser una buena madre, una buena pareja, una buena profesora y una buena ciudadana. De noche me siento frente al computador con una copa de vino y tecleo historias intensas, pesadas, desmesuradas, combinando imágenes, coleccionando palabras como si fuera una poeta. Me gusta entrar en el espeso bosque de la humanidad y salir con una presa o un tipo de planta distinta. Por eso me fascina indagar en la profundidad de la psiquis, en las relaciones íntimas en su registro inquietante. A veces me siento escribiendo, más que en el escritorio, en el diván. Sí, yo escribo en el diván. También de noche invoco los espíritus de las escritoras y artistas que me gustan y que ya no están en este mundo: Janis Joplin, Anaïs Nin, Clarice Lispector, Virginia Woolf, María Luisa Bombal, Isidora Aguirre, Marguerite Duras, Elena Garro, Olga Orozco, Blanca Varela, Ana Mendieta, Louise Borguise, Elizabeth Smart. Les pido que me soplen algo, “algo” subrayo, de su arrojo y de su talento.

Pues yo también quisiera algo de todas ellas, tal vez una mujer híbrida que escriba como Elena Garro, cante como Janis Joplin, se mueva como Anaïs Nin y tenga un perrito apodado Mrs. Dalloway. Claro, sé que le pido demasiado a la vida, Andrea, pero así somos quienes tuvimos nada más que un hámster en casa. Por cierto, ya va siendo hora del cierre y debo confesarte que con esta entrega de “Situaciones incómodas” cumplimos nuestro primer año en el ciberespacio, lo que significa que cada día ensuciamos menos pañales y que pasamos del balbuceo a decir “quelo teta”. Admito que ha sido un año en el que he aprendido mucho, sobre todo aprendí que la imbecilidad que creí haber dejado en la escuela secundaria es más poderosa e inconveniente de lo que yo pensaba, y que, al parecer, tendré que vivir con ella por lo menos hasta que me echen de Koult. Sin embargo, también me he percatado de una bondad. Al menos de cuando en cuando, en esos momentos en los que estamos más espabilados y hemos desayunado bien, estas situaciones incómodas alcanzan a tocar la fibra íntima de algunos lectores. Por eso me da cierta curiosidad y quisiera saber qué te hemos tocado a ti, Andrea.
¡Me has tocado la fibra de la incomodidad! Y eso está muy bien. Estoy acostumbrada a responder entrevistas literarias y esto me descoloca. Ojalá uno siempre viviera en una situación incómoda, no hay nada más peligroso para un escritor, un creador, y toda persona, que la comodidad; que las cosas te salgan fácil, que el éxito de apabulle, que te sobre el dinero y/o el tiempo porque te idiotizas, envejeces mentalmente, te pones mediocre, presumido y aburrido. Es positivo que todo te incomode, el presidente de tu país, el capitalismo, las guerras, la violencia cotidiana, el sabor del café al desayuno, tu propio trabajo, las conversaciones lánguidas, las enormes injusticias sociales, las erratas en los libros propios y ajenos. Claro que hay que permitirse cierta indulgencia y goce, sino te transformas en un neurótico, pero cierta dosis de incomodidad te mantiene alerta. Creo que siempre hay que sospechar que podrías vivir mejor, escribir mejor, trabajar mejor, ser un mayor aporte a la sociedad. Sí, me gusta esa categoría de ciudadanos disconformes. Y también me gusta que esta columna cumpla un año, Salvador. ¡Felicidades incómodas!

SALVADOR LUIS

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