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Extranjeros de nacimiento 01/05/2011Publicado en Revista de Libros



Como en el Libro de Rut bíblico, al que imagino que remite el título, aquí también aparece una parábola de desarraigados y de mujeres perdedoras: estamos ante una novela dura y a la vez delicada, poética. Necesaria para quien la escribe (no hablo de la autora solamente, sino de la principal voz narrativa), porque cree haber encontrado en este género un medio para dar voz a los sin voz, a los apátridas (de padre y de patria). Es la voz que dice, que se dice, entre paréntesis: «Cuando pase a limpio todas estas notas y ensaye, para ellas, un estilo, digamos “literario” y menos de diario o de cuaderno de bitácora, quizás inserte un momento poético en el que sea posible preguntar sin hacer preguntas».

La autora ha diseñado el libro, pues, como un cuaderno de bitácora que se querría novela, aún deshilachada, poéticamente sin acabar, sin empezar, hilos, sutras que van concluyéndose hasta con violencia; esos «fin» con que va cerrando cada una de las historias como pespuntes profilácticos que intentan evitar que la honda herida siga supurando: la herida del abuelo fusilado, de los padres muertos, de la madre violada, de la relación amorosa interrumpida, de la hermana (o tía) ausente.

La estructura de la novela, escrita con un lenguaje sencillo, poético, por el que atraviesan ráfagas líricas de gran emoción, dulcemente atroz, dulce en cómo cuenta lo que cuenta («aunque yo no pueda hacer nada para detener este instante aquí, en la escritura de esta infamia verídica que me chorrea por los dedos y se hace palabra escrita»), remite al Zohar, o Libro del esplendor, de Moisés de León, como si al acumular testimonios, dando voz a quienes la perdieron, pudiera encontrar el sentido oculto y definitivo de tanta derrota, deriva y oprobio. A este lector, la estructura le ha recordado la de aquellos ingenuos autos renacentistas en que los hieráticos personajes, en sus hornacinas, van tomando sucesivamente la palabra para entonar su planto. Aquí, también, tenemos un retablo en el que van tejiéndose las historias errantes de dos familias: una judía, procedente de Estambul, en los orígenes maternos, pero quinientos años antes sefardita expulsada de la católica España, que recala en Budapest, que se salva de la shoah, merced al altruismo de un hombre justo que los trae a España, el diplomático español Ángel Sanz Briz.

El matrimonio de Imre, ahora ya Enrique, con Catalina conecta las dos familias, la judía errante y retornada a Sefarad, con la extremeña represaliada, violada y maltratada por los vencedores de la Guerra Civil. A este horror se suma el desgarro por la separación de las dos hermanas: la Basilisa adorada en la memoria, que se transforma en Vasilissa en el país de los soviets y que regresa a un Madrid enajenado aún por las heridas de la guerra, tras veinte años de exilio e inmersión en otra lengua, en otra mirada. Y los avatares de la narradora, la hija de Catalina, sus anhelos artísticos, su deriva vital, su viaje a Rusia para recuperar el hilo roto de Basilisa, o su ilusión profesional puesta en la simbólica construcción del cementerio en León en forma de estrella.

Todo ello, como se apuntó, con un estilo leve, cuidado, compasivo, que contrasta terriblemente con la dureza y aún la crueldad de algunas de las escenas (sobre todo, claro, la terrible violación de la niña de quince años, puesta en la boca del lobo, de cuatro lobos, a cambio de un piso, de una seguridad, en la patria de los enemigos). En el haber de esta delicada novela, el estilo, la tonalidad lírica pero sin empalagos. En el debe, acaso, cierta ocurrencia inicial culturalista al convocar a Marina Tsvietáieva e Isadora Duncan que, a medida que avanza la novela y van tomando conciencia (y voz sus protagonistas, se muestra como irrelevante y caprichosa. Creo que eran dos modelos, dos pies forzados, que le interesaban a la autora (que no a la narradora) e iban ayudándole a encontrar el tono, pero que no venían exigidos por la verosimilitud de la trama: por eso se viven como ajenos y prescindibles, y la prueba es que la misma historia se olvida de ellos según avanza.

Estamos ante una novela estructuralmente compleja, polifónica, muy bien resuelta, con altibajos: la historia amorosa de la narradora, de la hija de Catalina y su mundo, incluida la metáfora del cementerio leonés, no está a la altura de la madre, incluso de la abuela analfabeta y sufriente, o de ese esposo mudo y lacerado que se deja crecer la barba, para siempre, el día del asesinato de su hijo. Los padres de Imre están demasiado desdibujados y la hija de Basilisa es poco más que un interlocutor en la sombra. Son debilidades que no empañan, sin embargo, el buen hacer, la mejor intención y el más que digno resultado de La canción de Ruth, la cuarta novela de su autora, dotada de un talento natural para el hálito lírico, para la eclosión de la interioridad, para la descripción de los más leves movimientos del alma (véanse sólo las páginas 148-149, un memorable paréntesis). Sucede que a veces el fulgor de lo poético hace trastabillar el mínimo orden de la trama, que ciertos «caprichosos» y confusión de identidades (narrador-autor) entorpecen el vigor y la hondura de la historia, que un punto más de concentración narrativa, de densidad dramática, habría podido evitar la sensación excesivamente etérea del conjunto.

Dicho todo lo cual, no cabe la menor duda de que se trata de una novela diferente, que aborda el manido tema de la guerra sin romperlo ni mancharlo; el de la posguerra sin hacer costumbrismo y fritanga y sabañones; el del exilio sin ninguna mirada que no sea la del alma; el de los judíos y su terrible destino vuelto en humo apelando, como no puede ser de otra manera, a la compasión y la perplejidad: al cabo, la autora ha tejido una verdadera memoria histórica con la que ha pretendido dar voz a los (y sobre todo las) sin voz. Como si en ese cementerio en construcción, sin sepulcros en el suelo, sólo nichos, hubiera convocado a toda su familia errante, y en cada lápida hubiera cincelado una leyenda con la intrahistoria de todos ellos. Y sus secretos más inconcebibles. Y sus perplejidades. Y sus sombras.

ÁNGEL GARCÍA GALIANO

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