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Los paisajes de la memoria 01/02/2012Publicado en Ojos de Papel



Hay libros que siempre nos acompañan, que siempre estuvieron ahí, con nosotros, antes de poder leerlos. Y hay poemas, libros de poemas, que ofrecen el calor bello del regreso a casa un día de frío. Ese calor que nos explica y nos ofrece un rincón de nuestra propia memoria que, quizás, nunca vivimos. Hay libros de poemas que son una casa, una biografía del adentro, una palabra que duerme a la espera de que alguien la despierte. Toda palabra, al fin y al cabo, busca su voz, su ortografía, su reconocimiento leve o intuido, como tarde o temprano un almendro busca helarse en la blancura del invierno. Todo esto se me vino no sé bien hasta dónde tras la lectura de Cenizas en los labios, de la poeta barcelonesa Angelina Gatell y que la editorial Bartleby nos presenta y a la que tanto le agradecemos los lectores de poesía que lo haya publicado. Es un libro estremecedor. Y sé que lo es porque no sé hacia dónde fue una vez que lo leí. Reconozco haberlo leído varias veces y cada vez el libro desembocaba en un lugar diferente, pero todos míos. En el fondo sé –lo único que sé- es que yo me volví ese libro. 

 

Cenizas en los labios (ver selección poemas) es un libro que reconstruye la memoria herida del amor tras la Guerra Civil. Amor que sobrevive y se explica a través del tiempo. De ahí la ceniza en los labios, lugar del beso y el deseo, pero también lugar donde se alojan los restos desvanecidos de algo perdido. Pero eso perdido no es el amor. Y no es que haya ido más allá de la muerte en un alarde quevedesco, es que no hay nada más lírico que saber que ese mismo amor no se fue nunca y a cada minuto va despertando esas palabras que esperan su sentido. Aquí las palabras se encadenan, los recuerdos se encadenan, se asimilan para ser siempre el mismo recuerdo. Nada más doloroso que ser una memoria, que cada objeto que miramos, cada verso que leemos, cada voz que oímos sean una sola memoria. Algo así –y digo ese “algo así” tan impreciso porque hablar de este libro con realidades sería devastarlo y envolverlo en niebla- ocurre en estas páginas. Reza la última estrofa de su “Preludio” –abierto por unos versos del gran poeta catalán Joan Margarit-: 

 

   Y a la luz de un segundo, 

rescatado del tiempo y de las uñas 

de lo ya acontecido, 

las arañas que viven en mis ojos 

se distraen un momento 

y, mientras voy limpiando las lentejas, 

veo a los que me amaron. 

 

Y es ahí cuando comienza el inventario nostálgico y hermosamente triste de todo lo perdido. Sólo eso nos reconcilia con el tiempo, nos podrá construir. Todo en esta elegía es bello, incluso la tristeza. No hay en estas páginas una autocontemplación de la herida en la búsqueda de su perpetua corriente de sangre. Aquí se busca lo esencial, como delicadamente apunta el verso de mi estimado poeta Miquel Martí i Pol. Como en Martí i Pol, éste es un libro de ausencias que atrae las presencias con la sencillez de aquello que es necesario, humildemente necesario. De pocos libros puede decirse que con la delicadeza de lo humilde se llegue al corazón del frío, también al otro corazón, al nuestro. Pero en este libro sí. Aquí se dibuja una España gris, agonizante, apenas calentada por un amor limpio, indemne, cada vez más amenazado con el hueco y el miedo, también por la penumbra. Un amor que extraviaba la voz que late en estos poemas. Un amor ininteligible, pero que llaga sin gritos, lentamente, como quien rompiera una tela de seda: 

 

Y yo como naciendo en una 

dimensión ignorada de mí misma, 

todo lo más augurio, nebulosa, 

girando en el espacio, extraviada 

en el dulce dominio del asombro, 

respirando palabras como flores 

confusamente abiertas 

y en los parterres de la tarde. 

                        (Amor, no entiendo lo que dices. 

                        Sólo sé que me duele…) 

 

Saber tan sólo eso…como si algo se despertara desde esa tristeza y se hiciera así el lenguaje, pero de otra forma. Hablar de otra manera, convertirse en ciudad, al fin y al cabo: 

 

Atravesados por el miedo, 

indefensos, perdidos 

en la ciudad que se llamó posguerra 

recorrimos sus calles 

[…] 

 

¿Cómo puede amarse en medio de una guerra? ¿Cómo protegerse del constante temor a la muerte? Quizás con ese mismo amor que envuelve y que convierte en destello las presencias. Incluso un amor herido permanece: 

 

   Tan gastado 

quedó el amor, 

la porción destinada a la muchacha 

que fui, que soy allá en el fondo, 

en donde aún fulgura tu destello. 

 

Allá en el fondo es donde realmente somos. Y que un verso nos lo revele con esa sencillez de lo esencial provoca cierto estremecimiento. Por eso me convertí en este libro: porque como una fuente silenciosa –que no terrible- va manando su agua de memoria para filtrarse por las grietas de cada uno de nosotros. Y si no son por las grietas, por nuestros cuerpos hechos de roca porosa: sólida, pero que el simple viento puede atravesarla, también la fragilidad efímera del agua. 

 

Pero hay memorias que están atravesadas de mucho dolor. Derrida ya supo que no había poema que no se abriera como una herida. Borges también lo supo al decir que la poesía nacía del dolor, ya que la alegría era un fin en sí misma. Y eso también, el dolor metálico y punzante, acontece en este libro. Pero ni tan siquiera la aterradora imagen de un campo de trabajo borra la profundidad de una mirada amada que es una presencia diferida de la esperanza: 

 

Nada de lo que estoy nombrando 

-ni otras cosas 

que vendrían más tarde-, 

enturbiaron tu mirada de ratón o de trasgo, 

persiguiendo la cinta de mi pelo 

como mínima réplica a la luz abolida 

o leve 

simulación de la esperanza. 

 

Es difícil poder soportar tanta ternura sin cierta conmoción, ver cómo la voz poética cuida a través del tiempo esa misma ternura, que se vuelve agradecimiento de pureza en medio de una noche que parece no tener piedad de quien una vez floreció a la luz y que también en la soledad busca el abrazo: 

 

Ahora, quieta aquí, en este andén tan frío, 

-llámalo soledad- 

mientras espero el tren que ha de llevarme, 

eterna fugitiva, no sé adónde, 

te pienso riente y cálido 

como la noche en la ciudad aquella 

que fue mía; como el mar que me tuvo 

y apenas defendida de su abrazo 

me dio su floración mediterránea 

para enjoyar, violenta y enigmática, 

la incipiente sospecha del poema. 

 

En estos versos apuntados se aloja gran parte del mundo que existe en este libro. En medio de la soledad hay algo que aparece diáfano entre la devastación del vacío, de lo que no tiene nada alrededor. En este caso es la sonrisa acogedora del ser amado la que protege y alienta, pero también la que, como una invocación, atrae al poema que late aún sin alfabeto. Quizá ese sea el verdadero poema. Es incipiente y es sospecha. Algo intangible pero existente, como ese hablar de otra manera que mencionaba al inicio de este texto. Ocurre en estas páginas que se ve el amor en medio de la desolación. Por ello no pude evitar que sonaran dentro de mí los acordes de “La sinfonía de las lamentaciones” de Gorecki, concretamente el tercer movimiento. A esa sinfonía se le une el amor de este poemario y he ahí el acontecimiento. A pesar de que este movimiento clama el dolor de una madre por la pérdida del hijo muerto, existe el mismo desgarro, la misma exaltación delicada y puntiaguda. En la poesía siempre hay resonancias y aquí resonaba esta pieza sin cesar. 

 

Este libro está lleno de ecos, de presencias que siempre acaban de abandonar una estancia a la que siempre llegamos tarde. Lo que ocurrió queda grabado en una fotografía –“La vie au bout du compte est une / Mauvaise photographie (1)" escribió Louis Aragon en su libro Chambres- o en una pantalla de cine: 

 

De pronto se ilumina aquella tarde 

igual que una pantalla. 

                         Borbotean 

sus aguas y aparecen rostros, faros 

apresurados, voces sin sonido… 

 

Fue con Manuel, contigo, con Vicente… 

 

Las sospechadas presencias del poeta, historiador y filósofo Vicente Ramos y del poeta Manuel Molina, junto a la de Miguel Hernández –los anteriormente citados, amigos y estudiosos de su obra- se alojan en un pretérito que no se ha ido. Como plasma en el tríptico “Tres instantáneas”, introducido por un hermoso verso del poeta alicantino Jacinto López Gorgé: “Mi corazón, mi casa, mi memoria…”, todo se detiene en el tiempo. El poema que abre este tríptico, “Tu corazón”, concluye con el reconocimiento de esa palabra que se ha vuelto ceniza y que hace difícil su dibujo: 

 

                                                 Recorría 

calles desiertas, miedos…No encontraba 

más paz que mi vacío… 

 

                                    Es la hora 

de la verdad y no sé cómo decirla. 

 

No saber decir la verdad es lo mismo que reconocer que la poesía –que es memoria aquí- somos nosotros. ¿Cómo podernos explicarnos nosotros delante de un espejo? ¿Acaso no necesitamos del otro para que nos nombre? En esa distancia entre yo y los otros está el poema, nuestra historia. El poema “Tu memoria” termina con este estremecedor verso: “Yo también estoy sola. En otra nieve”. Siempre en otra parte. Igual, pero diferente. Igual, pero más lejos. En la disimilitud gemela es donde arde la memoria que abrasó los labios a través del tiempo: 

 

Tengo miedo de entrar en la memoria 

como quien entra en una casa oscura 

donde el tacto confunde los objetos 

donde el eco equivoca los sonidos. 

 

Regresar al recuerdo como quien regresa a una casa abandonada hace tiempo, intentando reconocer en cada rincón la parte que dejamos para que vuelva “a suceder lo sucedido”. Y ese regreso no como salvación, sino como muestra de haber vivido, de seguir viviendo y queriendo, todavía. 

 

Marta López Vilar, Madrid, 30 de enero de 2012



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