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Escritor de agua dulce: Haroldo Conti 26/05/2008Publicado en Escuela de Letras - Actualidad Literaria



Los cuentos de Haroldo Conti reunidos en este volumen fueron publicados durante algo menos de veinte años en libros o revistas, y representan toda la producción cuentística del autor, más conocido por sus novelas, en especial “Sudeste” (1962), “Alrededor de la jaula” (1966), “En vida” (1971) y “Mascaró” (1975). Algunas de estas piezas se adentran en cierto realismo social o naturalismo militante, aunque no de forma ortodoxa, respondiendo al compromiso político del autor con la representación de una problemática social específica de la Argentina y con la tradición literaria en la que se inscribe, aquella que tiene a Roberto Arlt como uno de sus exponentes más significativos. Allí donde Arlt construía un espacio de actuación del individuo en la ciudad, un marco de referencia urbano donde desplegaba conflictos de inmigrantes, solitarios y marginales, la ficción de Conti se desarrolla en un espacio semi-urbano, provincial o intermedio, y muy en particular a orillas del río (“Sudeste es como la respiración del río”, llegó a decir un crítico). Hay en esta reunión excepciones, aunque cuando un relato tiene lugar en la ciudad su ubicación más precisa es el extrarradio, el descampado o la villa miseria (barrio o pequeña ciudad de chabolas, muy frecuente en Latinoamérica); el paisaje interior y exterior de los personajes se dibuja en los márgenes de exclusión del centro de poder.

El río es auténtico personaje de muchas de estas historias, una presencia que contiene y a la vez mira pasar la vida de las criaturas que lo habitan. Es una matriz a cuyas orillas van a parar los hombres como la resaca, como “esas estacas peladas que escupe el río”. Haroldo Conti es el gran escritor argentino de agua dulce, una rara mezcla entre el ingenio y la sensibilidad de Mark Twain y la precisión y destreza de Horacio Quiroga, el otro de sus precursores. La provincia de Buenos Aires se abre en sus páginas en infinitud de meandros y deltas, en multitud de chozas ribereñas: “Un banderín de los Granjeros Unidos de Rivera colgaba de la punta del estante y en la pared opuesta a la puerta había un mapa de la República Argentina con la Red Caminera Principal. El mapa estaba lleno de cruces rojas o azules trazadas con tinta la cual, no sé muy bien por qué, me llenó de un humor vagabundo. Tales mapas debieran prohibirse porque le recuerdan a uno que vive en un miserable agujero. El miserable agujero es esta puta Babilonia que para completo escarnio se llama de los Buenos Aires”. La provincia es la antesala de la ciudad para los que se dirigen hacia ella y la primera escala de la exclusión, pero también es el umbral entre la metrópoli “civilizada” y el páramo de la “barbarie”. Esta relación dialéctica entre el campo agreste y la ciudad, entre civilización y barbarie, es una constante en la literatura argentina. En su puesta en escena y discusión han participado desde Esteban Echeverría, Sarmiento y Lucio V. Mansilla hasta Borges, Juan Filloy y más allá.

Pero el volumen, visto en su totalidad, es un edificio construido con piezas dispares, partes de un retablo que imposibilitan un acercamiento demasiado generalizador o el intento de aplicar una taxonomía rígida a las líneas estilísticas y formales que lo componen. Hay una buena muestra de esa ficción ribereña antes mencionada y que caracteriza su obra, pero también hay relatos de duro realismo social (¿realismo sucio?), aquello que seguramente movió a los poco imaginativos sicarios militares para sentenciar su fantasmática condena. “Marcado”, “Como un león”, “Cinegética” o “Con Gringo” son un puñado de ejemplos del esfuerzo de Haroldo Conti por conjugar la construcción de objetos estéticos e intelectuales de sólida factura técnica con la representación de dramas humanos de profundo recorrido psicológico y palpitante actualidad política. En “Como un león” asistimos al relato de un joven inmerso en la descarnada vida de la villa miseria, en sus apreturas, mezquindades y pequeños heroísmos de dignidad. Allí se respira la densa atmósfera de los condicionamientos sociales, donde el hecho de asistir a diario a la escuela se convierte en una odisea de dimensiones sobrehumanas, donde todo representa a la vez un obstáculo y una posibilidad: la memoria de los muertos, el sacrificio y las traiciones de los vivos. En estas circunstancias el agente del orden es “el botón”, el policía, el alcahuete, una presencia amenazante. En “Cinegética” esa figura adquirirá una dimensión absoluta, mostrando el rostro más terrible de la locura mesiánico-castrense que marcó la segunda mitad del siglo XX, rostro de la infamia y parte sustancial de la maquinaria de terrorismo de Estado. Estas intervenciones semánticas del autor, dando voz a personajes que encarnan la mayor injusticia que una sociedad pueda imprimir sobre sus miembros, sumadas a las manifestaciones públicas y a la cercanía de Conti con la revolución cubana, lo convirtieron en un blanco perfecto para los acólitos de la desaparición.

El verismo que articula más de un cuento de este volumen se conjuga con textos de sugerente misterio e intriga, cortes en apariencia anodinos o menores, momentos de vidas cargados de una poderosa capacidad de evocación. Es seguramente en estos casos, como en el cuento titulado “Perdido”, o incluso en “Marcado” y “Bibliográfica”, donde la narrativa breve de Conti alcanza su mayor contundencia y efectividad. Es cuando desancla su escritura de la reproducción o duplicación de lo visible cuando logra cotas de maestría, labrados objetos narrativos capaces de llevar al lector al descubrimiento de zonas de la experiencia que no se activan a través del verismo y la frontalidad, esa pretensión de abarcar con el texto la totalidad a la que se alude, y que acaba por envejecer llevándose toda su materia viva. Fue a través de esta faceta que su narrativa pudo abrirse un lugar en el conjunto de aquellos que han logrado trascender el enfoque realista que le exigían sus inscripciones políticas, modulando una voz narrativa de solvente autonomía y supervivencia: Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini y Daniel Moyano son epígonos atendibles de esa búsqueda compositiva. “Operación Masacre”, “El niño proletario” y “El trino del Diablo” componen un mismo universo con algunos de estos cuentos y con más de una de sus novelas. Ese universo tiene como hilo conductor, en gran medida, un contencioso histórico con el “realismo mágico” latinoamericano, sobre el que Conti tuvo su particular opinión: “Otro que no fuera yo le dedicaría a esa escalera lo menos una página pero, aparte de que la estoy subiendo a la carrera, detesto ese cúmulo de vaguedades a propósito de cualquier cosa, un jarrón, una puerta o una roñosa escalera. Creo que a eso le llaman realismo o, en todo caso, si lo cargan demasiado de tales vaguedades, realismo mágico”.

Puede entenderse entonces esta reunión necesariamente heterogénea de toda la obra cuentística de Haroldo Conti como una oportunidad perfecta para adentrarse en la tonalidad, las preocupaciones y hallazgos de su escritura. Las páginas de estos “Cuentos completos” están repletas de secuencias con tintes cinematográficos: “Cuando pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de un golpe. Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea de un lado a otro...” (“Con Gringo”); fotografías: “Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire” (“Perdido”); y retratos de marcada textura plástica: “Detrás de él la casa se empina contra el cielo, un poco ladeada hacia el molino. Las sombras se le marcan negras e intensas, a contragolpe de la luz, de manera que parece más hueca y vacía y, por supuesto, más grande” (“Otra gente”).

Conti trabaja con materiales en bruto aplicando herramientas y recursos técnicos de retórica despojada, sin complacencias estilísticas, dejando muchas veces al descubierto el propio lenguaje de los sujetos sociales, sin construirles un discurso mítico o alegórico pero logrando una esclarecedora voz de carrasposo lirismo.

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